La ley de la justicia, justicia divina, justicia eterna… podría ser comprendida por muchos como equivalente a la doctrina o creencia del karma en las escuelas orientales.
Todo se encadena y se liga al universo, tanto moral como físicamente, nos dicen los Espíritus. En el orden de los hechos, desde el más simple al más complejo, todo está regido por una ley: cada efecto se relaciona con una causa, y cada causa genera un efecto idéntico a ella misma. De ahí, en el dominio de la moral, surge el principio de justicia, la sanción del bien y del mal, la ley distributiva que da a cada uno según sus obras. Así como las nubes, formadas por la evaporación, regresan sin falta al suelo en forma de lluvia, las consecuencias de los actos cometidos retornan inevitablemente sobre sus autores. Cada uno de esos actos, cada una de las voluntades de nuestro pensamiento —conforme a la fuerza de impulso que les imprimamos—, acaba por volver en su evolución con sus efectos, sean buenos o malos, a la fuente que los ha originado. Así, las penas y las recompensas se distribuyen entre los individuos en el juego natural de las cosas. El mal, al igual que el bien, retorna siempre a su punto de partida. Hay efectos que se manifiestan durante la vida terrenal, pero también existen consecuencias más graves, cuya influencia se revela únicamente en la vida espiritual o incluso en encarnaciones posteriores. Seguir leyendo