La Justicia Invisible: Ecos del Karma en el Universo Moral

El karmaLa ley de la justicia, justicia divina, justicia eterna… podría ser comprendida por muchos como equivalente a la doctrina o creencia del karma en las escuelas orientales.

Todo se encadena y se liga al universo, tanto moral como físicamente, nos dicen los Espíritus. En el orden de los hechos, desde el más simple al más complejo, todo está regido por una ley: cada efecto se relaciona con una causa, y cada causa genera un efecto idéntico a ella misma. De ahí, en el dominio de la moral, surge el principio de justicia, la sanción del bien y del mal, la ley distributiva que da a cada uno según sus obras. Así como las nubes, formadas por la evaporación, regresan sin falta al suelo en forma de lluvia, las consecuencias de los actos cometidos retornan inevitablemente sobre sus autores. Cada uno de esos actos, cada una de las voluntades de nuestro pensamiento —conforme a la fuerza de impulso que les imprimamos—, acaba por volver en su evolución con sus efectos, sean buenos o malos, a la fuente que los ha originado. Así, las penas y las recompensas se distribuyen entre los individuos en el juego natural de las cosas. El mal, al igual que el bien, retorna siempre a su punto de partida. Hay efectos que se manifiestan durante la vida terrenal, pero también existen consecuencias más graves, cuya influencia se revela únicamente en la vida espiritual o incluso en encarnaciones posteriores.

La pena del talión nada tiene de absoluta. Es tan verdadera como lo es el hecho de que las pasiones y los defectos humanos conducen siempre a resultados idénticos, de los cuales nadie escapa. El orgulloso prepara para sí un futuro de humillación; el egoísta crea a su alrededor el vacío y la indiferencia, y duras privaciones aguardan a los sensuales. Ahí reside la pena inevitable: el remedio eficaz que cura el mal en su origen, sin necesidad de que ningún ser se convierta en juez de sus semejantes.

El arrepentimiento, un ardiente llamado a la misericordia divina, al colocarnos en comunicación con las potencias superiores, puede ofrecernos la fuerza necesaria para recorrer el camino doloroso, la senda de pruebas que nuestro pasado nos impone; pero fuera de la expiación, nada puede borrar nuestras faltas. El sufrimiento —ese gran educador— es el único que puede redimirnos.

La ley de justicia no es más que el funcionamiento del orden moral universal; las penas y los castigos representan la reacción de la naturaleza ultrajada y violentada en sus principios eternos. Las fuerzas del universo son solidarias, repercuten y vibran al unísono.

Toda potencia moral reacciona contra quien la viola, proporcionalmente a su acción. Dios no castiga a nadie; deja al tiempo la tarea de hacer que los efectos sigan a las causas.

El hombre es, entonces, su propio juez, ya que, según el uso y abuso que haga de su libertad, será feliz o infeliz. Los resultados de sus actos no siempre son inmediatos. En este mundo, vemos a los culpables amordazar su conciencia, burlarse de las leyes, vivir y morir como si fueran honrados. Al contrario, hay personas honestas que sufren la adversidad y la calumnia. De allí surge la necesidad de vidas futuras, en las cuales el principio de justicia pueda aplicarse y el estado moral del ser recupere su equilibrio. Sin ese complemento indispensable, la existencia actual carecería de sentido, y la mayoría de los actos quedarían sin sanción.

En realidad, la ignorancia es el mal soberano del cual derivan todos los demás. Si el hombre viera claramente las consecuencias de sus actos, cambiaría su conducta. Conociendo la ley moral y su aplicación ineludible, no intentaría violarla, del mismo modo que no se resiste a la ley de la gravedad.

El ser humano debe aprender a medir el alcance de sus actos, comprender sus responsabilidades y sacudirse esa indiferencia que cava el abismo de las miserias sociales y envenena moralmente esta tierra, donde habrá de renacer con toda seguridad muchas veces aún. Es preciso que un nuevo soplo pase sobre las conciencias y encienda estas convicciones, para que surjan voluntades firmes e inquebrantables. Importa que todos comprendan esto: el reino del mal no es eterno, la justicia no es una palabra vana; solo ella gobierna los mundos y, bajo su influjo nivelador, todas las almas se inclinan en la vida futura, todas las resistencias y todas las rebeliones se disuelven.

De la idea superior de justicia emanan la igualdad, la solidaridad y la responsabilidad de los seres. Estos principios se entrelazan y se funden en una unidad, en una sola ley que domina y rige el universo: el progreso en libertad. Esta armonía, esta coordinación de leyes y cosas, ¿no ofrece una visión más consoladora de la vida y de los destinos humanos que las concepciones negativistas? En esta inmensidad donde la equidad se manifiesta hasta en los más mínimos detalles, donde ningún acto útil queda sin recompensa, ninguna falta sin corrección, ningún sufrimiento sin compensación, el ser se siente ligado a todo lo que vive. Al trabajar para sí mismo y para todos, despliega sus fuerzas libremente, ve aumentar su luz y crecer su dicha.

Estas visiones no se comparan con las de los fríos materialistas, con ese universo aterrador donde los seres se agitan, sufren y desaparecen, sin lazos, sin propósito, sin esperanza, recorriendo sus vidas efímeras como sombras pálidas que emergen de la nada para caer en la noche y el silencio eterno. Entre estas concepciones, ¿cuál está mejor equipada para sostener al hombre en sus dolores, templar su carácter, elevarlo hacia las cumbres?

Concluyendo.
Así, en medio de los misterios del alma y los mecanismos invisibles que regulan nuestros destinos, brilla la ley de justicia como una llama eterna. No es un dogma, ni una amenaza; es la arquitectura misma del equilibrio universal. Comprenderla, aceptarla y vivirla nos lleva por el sendero del despertar, donde el sufrimiento deja de ser castigo para convertirse en enseñanza, y donde cada acto deja su huella, no por arbitrariedad, sino por resonancia.

En este vasto escenario cósmico, el ser humano no está perdido ni abandonado. Está en camino, aprendiendo, transformándose, y cada paso, cada caída, cada ascenso tiene un sentido profundo. Que esta comprensión nos inspire a vivir con conciencia, a obrar con generosidad, y a reconocer que toda chispa de luz que encendamos en nosotros contribuye al amanecer del mundo espiritual al que todos pertenecemos.

Ahora solo queda que, como siempre les digo: Investiguen y aprendan, no den nada por definitivo, es la única manera de alcanzar la Luz.


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